Esa tarde tenía fiebre y me dolía la panza. Mi mamá ya me había dado un té de manzanilla y me ponía paños mojados sobre la frente. Estaba ardiendo en calentura y me dio unas gotas que vomité y después de hablar con sus hermanas y amigas, fue a comprar supositorios para bajar la fiebre.
Pero la
fiebre no cedía. Fue entonces que mi mamá desesperada comenzó a preguntar si
alguien conocía a un pediatra confiable y que estuviera en la zona.
Varias
personas recomendaron al doctor Spantus como lo llamé desde el momento en que
entramos en su consultorio.
Llegamos a
un moderno hospital privado y en la recepción nos dijeron que subiéramos las
escaleras y a mano izquierda en el consultorio 208 estaba el pediatra. La
señorita nos dijo que tocáramos la puerta ya que el doctor no tenía secretaria.
Así lo
hicimos y apareció el doctor Spantus entreabriendo la puerta. Mi mamá le dijo
que veníamos a la cita que había solicitado por teléfono.
El doctor
Spantus abrió su puerta solamente lo necesario para que pasáramos mi mamá y yo
pero una por una. El consultorio estaba en penumbra y el ambiente enrarecido ya
que parecía que ahí no se abrían ventanas para que entrara el aire ni cortinas para
que iluminara el sol.
El doctor
Spantus tenía color cetrino, era bajo de estatura, delgado, viejo pero no muy
viejo pues no tenía canas. Su cara no expresaba ninguna emoción. No podías
decir si estaba contento, enojado, aburrido, cansado, deprimido… Lo que sí pude
asegurar es que su corazón estaba congelado o petrificado y que no parecía haber
un jardín dentro de él.
Mientras le
hacía las preguntas de rigor a mi mamá, yo observaba el consultorio y fue
cuando sentí escalofríos que me cortaron en el acto la fiebre: todas las superficies
estaban tapadas con sábanas y se adivinaban objetos debajo de ellas. Comencé a
pensar que tenía niños disecados en cajas o jaulas y que tal vez él dormía en
su consultorio y que cuando llegaban los pacientes, cubría su cama, su estufa y
su mesa en la que se comía a los niños.
Estaba yo
sudando frío. El doctor continuaba haciendo preguntas y ya se acercaba a mi
pidiendo que sacara la lengua y dijera ¨Aaah¨
Cualquier
enfermedad que tuviera, se me había ido con el espanto.
El doctor
Spantus sacó una paleta de dulce caduco de un viejo frasco donde había otras
paletas que parecían llevar años ahí guardadas y me la regaló mientras escribía
una larga lista de medicamentos en la receta que le entregó a mi mamá.
Salimos sin
decir ni una palabra y fuimos directo a la farmacia donde mi mamá compró todos
las medicinas que venían en la receta.
Llegando a
la casa, intentó darme los medicamentos a cucharadas y luego en un vaso de agua
las gotas de varios frascos que me curarían pero yo ya estaba curada de
espanto. Todo lo vomité y se me fue la fiebre.
Y desde entonces
cuando nombraban al doctor Spantus, a mi me rechinaban los dientes y volvía a
sentir ese escalofrío que me penetraba hasta los huesos. Mi mamá entendió y no
me volvió a llevar con él.
Sin embargo
cuando nació mi pequeño hermano, fue como si le hubieran lavado el cerebro a mi
mamá y también lo llevó con el doctor Spantus para que le revisara una mordedura
de perro debajo del ojo.